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viernes, 25 de julio de 2008

Frank Zappa en el supermercado


Frank Zappa en el supermercado
Jordi Soler


En los aviones de KLM, precisamente en el brazo derecho de sus asientos, hay un almacén de música al que puede accederse con los cascos que reparte la azafata. Enchufado ahí, el pasajero puede distraerse oyendo canciones mientras padece la ignominia de ir encerrado en un tubo a presión durante una cantidad siempre excesiva de tiempo. En ese brazo prodigioso hay cuatro canales con distintos géneros de música, piezas ligeras y facilonas en su mayoría, más uno excepcional que programa canciones alternativas de indie rock, con los comentarios de un locutor holandés que las va explicando en su lengua, o eso supongo, porque de ese idioma no entiendo ni una palabra y quizá lo que explique entre canción y canción sean las promociones para el viajero frecuente o, en un caso más extremo, las instrucciones para saltar fuera de la nave en paracaídas porque una turbina va en llamas. Esta rareza de oír buena música a bordo de un avión (tan rara como una comida de avión buena) es similar a la que ocurre en el supermercado Open Cor, que está junto a unas salas de cine en las calles del Doctor Fleming y General Mitre. En los supermercados, como en los ascensores y en los baños de los restaurantes, se programa una música que no es para escucharse, sino para amortiguar un poco el silencio, para alfombrar el espacio auditivo mientras el cliente elige entre dos marcas de aceitunas o libera, en la intimidad de un cubículo de mosaico reluciente, su lastre intestinal. Después de visitar en repetidas ocasiones, durante más de un año, este supermercado, he llegado a la conclusión de que allí la música, lejos de amortiguar o alfombrar, está puesta para escucharse y es probable que en ese súper, según la hora, pueda escucharse la mejor música de Barcelona, una cosa tan rara y afortunada como ese brazo lleno de indie rock. Esta función alterna y al parecer involuntaria del supermercado recuerda aquella iniciativa italiana que hace justamente un año, cuando empezaba el calor, se puso en marcha en Milín. En aquella ciudad vivían entonces 93.000 personas que tenían más de 70 años y enfrentaban ese problema mundial del nuevo milenio (no porque antes no ocurriera, sino porque no se había encuadrado, ni se había enunciado como tal, como un problema): el de los viejos que se mueren de calor. Las autoridades italianas, previendo la intensidad del verano que se aproximaba, habían tomado cartas en el asunto; tenían un plan de choque que, según ellos, estaba basado en la iniciativa de varias ciudades de Estados Unidos, aunque en realidad parecía inspirado en esas ideas sublimes que tenía Luis Buñuel. Se había designado un ejército de policías y voluntarios para que, cuando la ola de calor alcancanzara grados peligrosos, fuera en pos de los 93.000 viejitos que vivían solos en Milán y los sacaran de sus casas y los trasladaran a un sitio con aire acondicionado, un supermercado o un cine (así decía textualmente el plan de choque), para que allí, debidamente refrescados, pasaran el día sin mayores contratiempos. De inmediato, todos los viejos italianos formularon una pregunta pertinente: "¿Y qué vamos a hacer durante 12 horas en el interior de un supermercado?", porque en el cine, estaba claro, podían ver películas. No se sabe cómo pensaban resolver esas horas en el supermercado, quizá una sección especial en las bodegas para que anduvieran por allí paseando a su aire entre contenedores y cajas de cartón, o una fila de sillas en el pasillo de los lácteos, o en el de los libros y periódicos para que pudieran leer y entretenerse. También podrían haber colocado una sección de camas entre los licores y la charcutería, y que allí la clientela hiciera su compra habitual en silencio respetando el sueño de los viejos, o que los más acalorados se sentaran en los refrigeradores de las lechugas y los tomates, y aquí era, pensaba yo entonces, donde el plan de choque hubiera empezado a arrojar resultados verdaderamente positivos, cuando una señora dijera: "Me llevo a este señor de la estantería que vive solo" mientras otro, un pasillo más allá, pensaba: "Yo me llevo a esta señora que está solita en el refrigerador de la verdura", y así, poco a poco, los viejos italianos que no disfrutaran de la vida solitaria hubieran ganado una nueva familia. Todo esto lo imaginé entonces a partir de ese plan de choque que al final, hasta donde sé, no se hizo; sin embargo, abrió una brecha para pensar en las funciones alternas que puede tener un supermercado, como este de Mitre y Fleming adonde voy cada vez que puedo a escuchar música: entro a la tienda, saludo al policía y me paseo por los pasillos, haciendo como que observo los productos, disfrutando, según la época del año, del aire acondicionado o la calefacción, y paladeando esa banda sonora espléndida por donde circulan Led Zeppelin, Van Morrison, Cream, Frank Zappa; más de una vez he tenido que sentarme en una estantería, en medio de un destacamento de botellas de Font Vella, a disfrutar de algún requinto magistral. Al final me voy sin comprar nada, salgo a la calle con un estribillo pegado que voy canturreando machaconamente hasta que se desvanece.